
Los días de fin de semana primordial mente los sábados eran días de gloria y juego, de competencia y prueba. Yo solía poner junto a mi cama una especie de muñeco invisible hecho a base de las prendas que usaría a la mañana siguiente en el partido. Construía con mis adidas "Germania" de franjas plateadas, mis medias, espinilleras de barras cambiables, mi short y mi playera número 19 una versión sin cuerpo del que mañana jugaría la media cancha. La mañana siguiente sería fantástica y divertidísima y casi siempre victoriosa.
Sin embargo mi locura futbolística estaba más lejos aun de lo que el Atlas Chapalita y su agua de riego podían otorgarme. Yo comía, bebía, vivía el futbol. Quizás pueda poseer el record de horas gastadas en las calles y canchitas de la colonia Las águilas junto a otros tantos niños, entre otros mi difunto mejor amigo Enohc. Él y yo estábamos particularmente locos por el futbol y lo jugábamos a todas horas, en todas partes, con todas las cosas. Matábamos la luz del sol con gambetas, cabezazos, piruetas y penales, retábamos a cualquiera, sudábamos gloria y alegría entre carros y banquetas. Rompimos decenas de cristales, volamos balones al por mayor, huíamos de las señoras gritonas y saltamos cientos de veces las bardas más peligrosas.

Mi mejor compañero fue siempre un balón de futbol, siempre me escogían primero, mi padre estuvo siempre atento a que yo lo jugara mejor y con regaños y disciplina lo logró de a poco. Incluso recuerdo que con mi imaginación buscaba sitios donde poder anidar el balón aun sin tener un balón en los pies. En misa por ejemplo abandonaba la perorata del sacerdote, abandonaba el mundo e imaginaba el balón anidándose en el ángulo que hacía el confesionario con la barda del coro y metiendo un gol mágico.
No voy a negar que jugué al futbol en los videojuegos, a mi me tocó el GOAL de Nintendo, un juego que hasta la fecha atesoro en mi cuarto de casado. Sin embargo el tiempo de juego era mucho mayor en la vida real, entre autos y piedras y banquetas y portones. Me deslicé mil veces con mis piernas debajo de los autos para sacar esos balones atorados. El mundo de mi niñez fue el futbol magnífico con héroes aun terrenales. Mi primer ídolo fue Manolo Negrete, después alabé a Maradona y a Platini. La selección alemana del 90 me sedujo y Klinsman y Mathews se adueñaron de mi corazón. Gullit y Van Basten hicieron lo propio con esa magia. Siboldi se convirtió en el primer futbolista de carne y hueso que vi y respeté como ídolo.
Hoy a más de 25 años después, veo a los niños de hoy que se reprimen las ganas de patear un balón con felicidad y buscan sitios perfectos con herramientas útiles como zapatos y un buen balón, un buen espacio, una buena cancha, buenos uniformes, buenos rivales, el mismo ídolo en la mente. Hace treinta años solo necesitábamos una pelota, y tiempo libre para imaginarnos en el mejor estadio y deshacernos las piernas y las rodillas la tarde entera.